Debí quedarme en la estación como el capitán de barco, hasta que se hundiera. Pero no; camine sobre los rieles desiertos para acelerar desde el horizonte la aparición del tren.
Y allí vino traqueteando, diáfano, de improviso; con la máquina, los vagones, los pasajeros, las cargas y los guardas – hecho un ánima – saliendo de la entelequia.
Vino, arrasando el último espíritu que quedaba.

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